¿Qué son los votos?
Los votos no son renuncia y sacrificio, sino liberación y gozo. Son una forma de vivir el bautismo en la radicalidad y novedad gozosa del Evangelio, una orientación evangélica de la vida cotidiana, una opción por la vida cristiana –vida en Cristo resucitado- en profundidad, hasta el punto de poder decir y vivir como san Pablo: “Para mí la vida es Cristo”; “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. Expresiones que hacen eco a la palabra de Jesús: “Quien me come, vivirá por mí”; “Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él”.
El centro y “piedra angular” de la vida consagrada es la persona de Cristo resucitado presente, en sintonía con la misma palabra del Evangelio: “Los llamó para que estuvieran con él”. La vida consagrada sólo tiene sentido por la unión real y afectiva con Cristo resucitado presente del llamado.
“La vida consagrada es una alternativa de felicidad, un arte convincente de ser felices”, y “una bendición para el mundo de hoy” (P. Simón Pedro Arnold, “El riesgo de Jesucristo”), siempre que su motivación real sea el amor filial a Dios y el amor salvífico al prójimo, vivido en la presencia salvadora de Cristo resucitado, que nos prometió con palabra infalible: “No teman: Yo estoy con ustedes todos los días”.
Los votos así entendidos y vividos, son fuente y garantía de felicidad en el tiempo y en la eternidad; y generadores de libertad frente a los ídolos que esclavizan y devastan a casi toda la humanidad: el poder, el dinero y el placer, esos dones de Dios convertidos en dioses por los hombres, en cuyo corazón suplantan al Dios de la vida, del amor y de la felicidad verdadera.
El beato Santiago Alberione concebía y vivía los votos, no como renuncia, sino como lo que son: una conquista:
La pobreza es la mayor riqueza, pues no es rico el que más tiene, sino el que es feliz con lo suficiente. “Quien me sigue, tendrá el ciento por uno en esta vida y luego la gloria eterna”. “María ha elegido la mejor parte, que nadie podrá arrebatarle”.
La obediencia es la mayor libertad, pues lleva a la libertad de los hijos de Dios; obedecer y servir a Dios es reinar, pues Dios sólo puede querer lo mejor para cada uno de nosotros, incluso a través del sufrimiento.
La castidad es el mayor amor, pues “nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por los que ama”. Y el amor más grande va de la mano de la felicidad más grande. La castidad no es renuncia al amor, sino opción por el amor más grande.
La castidad nos constituye en padres y madres de innumerables vidas humanas engendradas en Cristo para la vida eterna. “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” La castidad nos hace miembros fecundos de la familia de Dios. En este sentido la vida consagrada es superior a la vida matrimonial, pues éste engendra más bien vidas naturales para este mundo, mientras que la consagrada engendra vidas sobrenaturales en número inmensamente superior, para la vida eterna, sin la cual la vida natural terminaría en fracaso. Jesús mismo da razón de esta superioridad: “¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero, si al final se pierde a sí mismo?”
La vida consagrada sólo tiene sentido en la perspectiva de la unión con Jesús resucitado, del amor y la fecundidad sobrenatural, de la resurrección y la gloria eterna. Sin esa perspectiva se haría absurda e insoportable.
Ahí radica el encanto de la vida consagrada. Así se alcanza la promesa de Jesús: “Tendrán el ciento por uno aquí en la tierra, a pesar de las cruces, y luego la vida eterna”.
La persona consagrada tiene en la Virgen María el gran modelo de vida y misión: acoger a Cristo en la propia persona para darlo a los demás con el ejemplo, la palabra, las obras, el sufrimiento...
La fecunda y gloriosa cruz de la consagración
El sufrimiento y la muerte, tarde o temprano, alcanza a toda vida humana, incluso la más inocente. La huida de la cruz necesaria o inevitable termina haciéndola más pesada, además de inútil.
Jesús dijo: “Quien desee ser mi discípulo, abrace su cruz cada día y véngase conmigo”. Pero la meta de la cruz asociada a la cruz gloriosa de Cristo no es el calvario, sino la resurrección y la gloria eterna. San Pablo afirma: “Él nos dará un cuerpo glorioso como el suyo;” “Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación alguna con el peso de gloria que nos espera”; “Ni ojo vio, no oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.
Sólo la perspectiva y la esperanza segura de la resurrección y de la gloria eterna dan la fuerza para cargar la cruz, perseverar y afrontar la muerte. El mismo Jesús, en el Huerto de los Olivos, se decidió a enfrentar la pasión y la muerte “en vista del premio”: la resurrección y la gloria.
San Pablo vivía profundamente esta perspectiva pascual de la muerte: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.
Por eso el beato Alberione decía: “Hay pocas vocaciones porque se habla poco del paraíso”. Porque vocación sin paraíso, es fracaso total.
La cruz sin Cristo, es cruz infernal, insoportable; la cruz con Cristo resucitado es cruz pascual, como la suya, pues su meta infalible es la resurrección y la gloria. Es cruz de vida, no de muerte. Él mismo nos la hace liviana llevándola con nosotros: “Vengan a mí todos los que están agobiados, y yo los aliviaré”. Jesús no habla por hablar, sino que hace lo que promete.
La vida consagrada no se puede cerrar en sí misma, reduciéndose a sólo a “estar con Cristo”, sino que su objetivo y su gloria temporal y eterna consiste en anunciar, comunicar a Cristo en todas las formas posibles, hasta dar la vida, a ejemplo suyo, como dice san Juan evangelista: “En esto hemos conocido el amor: en que Cristo entregó la vida por nosotros; por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3, 16). “Quien entrega la vida por mí y por el Evangelio, la salvará; quien quiera conservarla, la perderá”, asegura Jesús.
Todo el mundo da la vida por algo o por alguien, aunque no siempre sepa por qué y para qué. El consagrado sabe bien por qué y por quién la entrega, a ejemplo de san Pablo: “Sé en quién he puesto mi confianza, y sé que conservará hasta aquel Día el tesoro que me ha encomendado” (2Tim 1, 12).
La misión en la vida consagrada
Jesús llamó – y hoy sigue llamando- a sus discípulos para estar con él, pero con el fin de enviarlos en su nombre a evangelizar, liberar y salvar a la humanidad. El beato Santiago Alberione, indica seis formas principales de apostolado o misión salvífica para el éxito de la vida consagrada:
La vida interior, de unión con Cristo resucitado presente, para poder comunicarlo a los demás, pues nadie da lo que no tiene.
La oración, medio indispensable para alimentar y vivir la unión con Cristo y conseguir la eficacia salvífica de la vida y de las obras. (La Eucaristía es la máxima obra de salvación, que Cristo mismo realiza con nosotros a favor de toda la humanidad).
El sufrimiento ofrecido, en unión con la cruz de Cristo, por la liberación y salvación de los hombres y por la propia, a ejemplo de él.
El testimonio, como transparencia de Cristo en la vida del consagrado; o sea, que el consagrado ofrezca a Cristo la posibilidad de manifestarse, hablar a través de su persona.
La palabra, como reflejo de la Palabra de Dios, como medio de comunicar a Cristo, Palabra viva del Padre. Toda forma de palabra: hablada, escrita, radiada, televisada, filmada, hecha imagen, en Internet, en red…
La acción, como fruto natural y concreto de las anteriores formas de misión. “Por sus obras los conocerán”.
P. Jesús Álvarez, ssp
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Hace 5 años
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