domingo, 28 de febrero de 2010

Dios llama desde muy jóvenes

Durante los años de la juventud se va configurando en cada uno la propia personalidad. El futuro comienza ya a hacerse presente y el porvenir se ve como algo que está ya al alcance de las manos. Es el período en que se ve la vida como un proyecto prometedor a realizar del cual cada uno es y quiere ser protagonista.

Es también el tiempo adecuado para discernir y tomar conciencia con más radicalidad de que la vida no puede desarrollarse al margen de Dios y de los demás. Es la hora de afrontar las grandes cuestiones, de la opción entre el egoísmo o la generosidad.

Cada uno de vosotros está enfrentado ante el reto de dar pleno sentido a su vida, a la vida que se os ha concedido vivir.

Sois jóvenes y queréis vivir. Pero debéis vivir plenamente y con una meta. Debéis vivir para Dios; para los demás. Y nadie puede vivir esta vida para sí mismo. El futuro es vuestro, pero el futuro es sobre todo una llamada y un reto a «encontrar» vuestra vida entregándola, «perdiéndola», compartiéndola mediante la amorosa entrega a los demás. Dice Cristo: «El que ama su vida la pierde; pero el que aborrece su vida en este mundo, la encontrará para la vida eterna»'.

Y la medida del éxito de vuestra vida dependerá de vuestra generosidad.

Cristo dispone de toda la terapia para curar los males del mundo. Él, que ha querido considerarse médico a Sí mismo', nos ha enseñado que, si se quiere cambiar el mundo, hay que cambiar antes de nada el corazón del hombre.

Es Dios quien llama y lo hizo desde la eternidad.

Todos hemos sido llamados -cada uno de un modo concreto- para ir y dar fruto.

Los discípulos fueron elegidos por el Maestro, no se presentaron voluntarios, al menos en su inicio, porque la amistad que ofrece Jesús es completamente gratuita. Y el que se siente querido de Jesús también se siente a su vez obligado a ser un discípulo fiel y activo. Y esto es dar fruto.

En la raíz de toda vocación no se da una iniciativa humana o personal con sus inevitables limitaciones, sino una misteriosa iniciativa de Dios.

Desde la eternidad, desde que comenzamos a existir en los designios del Creador y Él nos quiso criaturas, también nos quiso llamados, preparándonos con dones y condiciones para la respuesta personal, consciente y oportuna a la llamada de Cristo o de la Iglesia. Dios que nos ama, que es Amor, es « Él quien llama».

La vocación es un misterio que el hombre -acoge y vive en lo más íntimo de su ser. Depende de su soberana libertad y escapa a nuestra comprensión. No tenemos que exigirle explicaciones, decirle: «¿por qué me haces esto?»2, puesto que Quien llama es el Dador de todos los bienes.

Por eso ante su llamada, adoramos el misterio, respondemos con amor a su iniciativa amorosa y decimos sí a la vocación.

Experimentar la vocación es un acontecimiento único, indecible, que sólo se percibe como suave soplo a través del toque esclarecedor de la gracia; un soplo del Espíritu Santo que, al mismo tiempo que perfila de verdad nuestra frágil realidad humana, enciende en nuestros corazones una luz nueva.

Infunde una fuerza extraordinaria que incorpora nuestra existencia al quehacer divino.



("La vocación explicada por Juan Pablo II")

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