Hablar de vocación consagrada en el siglo XXI, es hablar de cómo la entendió y vivió Cristo y sus discípulos en el siglo I. Los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos en su nombre. Esa es la esencia de la vocación. Así lo entendió y vivió también Alberione. El lenguaje, la forma, pueden cambiar, deben adaptarse a los tiempos y a las personas para transmitir la esencia, que es siempre la misma. Si se ignora lo esencial o se cambia por lo secundario, ya no se habla de vocación consagrada, sino de otra cosa o interés que nada tiene que ver con dicha vocación.
La vocación es la llamada de Dios al diálogo de amistad con él en el tiempo y en la eternidad, y a compartir con Cristo en este mundo su misión de dar gloria al Padre y salvar a los hombres. Es una dignación amorosa de Dios, un honor y una responsabilidad gloriosa, una gran alegría, y merece gratitud eterna.
La vocación de especial consagración es la llamada de Dios al seguimiento radical de Cristo a favor de los hombres: en el sacerdocio, en la vida religiosa comunitaria, vida secular consagrada.
Esta consagración es también vivir la consagración bautismal de una forma más perfecta, profunda, radical y feliz.
La iniciativa de la consagración es de Cristo, que nos consagra, no de la persona humana, ni de los vocacionistas, ni de los formadores, ni de la comunidad, como Jesús mismo da a entender: “No son ustedes los que me han elegido a mí, sino que los elegí yo a ustedes”. El llamado o llamada sólo tiene que acoger, agradecer y vivir su vocación unido a Cristo, pues sólo quien está unido a él puede dar gloria a Dios y producir frutos de salvación: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero separados de mí no pueden hacer nada”. (Jn 15, 5).
La vocación a la vida consagrada parte sobre todo del trato de amistad con Cristo resucitado presente en el mismo llamado, en la oración y la contemplación, en
Señales de vocación
Nadie puede pretender que Dios o Jesús en persona y de forma sensible o extraordinaria lo llame por el nombre para consagrarlo a él. Pero hay signos que garantizan, con certeza moral, la llamada de Dios a la vida consagrada o sacerdotal.
Dios llama de muchas formas. Entre ellas la más frecuente consiste en el deseo sincero de consagrarse totalmente a Dios para bien y salvación del prójimo, y para asegurarse la propia salvación eterna, pues tal deseo sólo del Espíritu de Dios puede venir, y en él se refleja su llamada.
Casi todos los grandes llamados han sentido así la voz de Dios. Por ejemplo, san Ignacio de Loyola reconoció la llamada de Dios en la paz que le proporcionaba la lectura de las vidas de santos y el vacío que sentía con la lectura de las novelas que antes le entusiasmaban. El beato Alberione, en la adoración eucarística de la noche del siglo XIX al XX, sintió un gran “deseo de hacer algo por los hombres de nuevo siglo” para gloria de Dios: en eso reconoció la llamada de Dios. Los ejemplos podrían aducirse por miles.
Luego, cada forma específica de consagración requiere cualidades y condiciones de salud física, mental, moral, espiritual, capacidades, preferencias, etc., que le permitan realizar con éxito y alegría determinada forma de consagración y misión específica. Ahí es donde intervienen los orientadores vocacionales o directores espirituales que pueden discernir el carisma de vida y misión en donde mejor encajen los carismas personales para favorecer el éxito de una vocación consagrada. Y Dios dará el resto: la gracia, la asistencia, los dones necesarios para realizarla con éxito.
El camino de la consagración
El camino hacia la consagración tiene sus etapas, que se podrían decir naturales: aspirantado o fase preliminar, de acercamiento y conocimiento mutuo entre la persona llamada y la congregación o forma de vida secular consagrada, y su misión, con el seguimiento de un acompañante por medio de entrevistas personales, correspondencia, mail, msn, teléfono…; libros sobre la espiritualidad, carisma y misión del instituto o congregación hacia la que se siente inclinación.
Luego sigue el postulantado, en el cual se profundiza en el discernimiento vocacional y el conocimiento y asimilación de la vida y misión carismática, con experiencias concretas de vida interior y del carisma por los que se desea optar.
Con el noviciado empieza la vida en el instituto o congregación elegida, durante el cual el candidato o candidata se hace más consciente de su vocación divina y experimenta el estilo de vida y misión al que se desea entregar, a la vez que se evalúan la idoneidad y la consistencia de la opción por Cristo en la vida y misión que se desea abrazar.
Con la profesión de los votos se realiza la integración libre, gozosa y plena en la vida y misión del instituto o congregación elegida.
Para cada etapa hay abundante literatura apropiada sobre el carisma, la vida y misión por la que se opta. La formación permanente dura hasta el fin de la vida del consagrado-a terrena, y, junto con la experiencia de Cristo, del amor a Dios, y del amor humano y salvífico al prójimo, constituye la garantía del éxito y gozo de la vida consagrada, que sólo así es digna de ser abrazada y vale la pena vivir.
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