domingo, 25 de abril de 2010

Vocación religiosa

Y si alguno o alguna de vosotros advierte la llamada de Cristo al don total de sí en la vida religiosa, no rechace una propuesta tan elevada, aunque sea exigente. Que encuentre la valentía de un sí generoso y fuerte, que pueda dar una inigualable plenitud de sentido a toda la vida.

La vocación religiosa es un don libremente ofrecido y libremente aceptado. Es una profunda expresión del amor de Dios hacia vosotros y, por vuestra parte, requiere a cambio un amor total a Cristo. Por tanto toda la vida de un religioso está encaminada a estrechar el lazo de amor que fue primero forjado en el sacramento del bautismo.

Estáis llamados a realizar esto en la consagración religiosa mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia.

Me es grato reafirmar con fuerza el papel eminentemente apostólico de las monjas de clausura. Dejar el mundo para dedicarse -en la soledad- a una oración más profunda y constante no es más que una forma particular... de ser apóstol.

Sería un error considerar a las monjas de clausura como criaturas separadas de sus contemporáneos, aisladas y como apartadas del mundo y de la Iglesia; están, por el contrario, presentes de la manera más profunda posible, con la misma ternura de Cristo. Es por ello, lógico que los Obispos de las nuevas Iglesias soliciten como una gracia especial, la posibilidad de acoger un monasterio de religiosas contemplativas, aún cuando el número de las activas sea todavía insuficiente.

La juventud contemporánea no está cerrada al llamamiento evangélico, como se afirma con excesiva facilidad. Claro está que puede encaminarse espontáneamente a caminos nuevos; de todos modos se siente igualmente atraída por las congregaciones antiguas que les presentan un rostro vivo y siguen fieles a exigencias radicales y presentadas con sensatez.

Basta consultar la historia de la Iglesia para ver una prueba de ello. Pero las adaptaciones que nacen de la relajación o llevan a ella no pueden de ninguna manera atraer a los jóvenes, porque éstos en el fondo de sí mismos tienen capacidad de una entrega total aunque algunas aparezcan vacilantes o bloqueadas.

Quiero recordar aquí de modo particular a las 400 jóvenes religiosas de vida contemplativa de España que me han manifestado sus deseos de estar con nosotros. Sé ciertamente que están muy unidas a todos nosotros a través de la oración en el silencio del claustro. Hace siete años, muchas de ellas asistieron al encuentro que tuve con los jóvenes en el estadio Santiago Bernabéu de Madrid. Después respondiendo generosamente a la llamada de Cristo, le han seguido de por vida. Ahora se dedican a rezar por la Iglesia, pero sobre todo por vosotros y vosotras, jóvenes, para que sepáis responder también con generosidad a la llamada de Jesús.

Vocación sacerdotal

Muchas veces me preguntan, sobre todo la gente joven, por qué me hice sacerdote. Quizá alguno de vosotros queráis hacerme la misma pregunta. Os contestaré brevemente.

Pero tengo que empezar por decir que es imposible explicarla por completo. Porque no deja de ser un misterio hasta para mí mismo. ¿Cómo se pueden explicar los caminos del Señor? Con todo, sé que en cierto momento de mi vida me convencí de que Cristo me decía lo que había dicho a miles de jóvenes antes que a mí: «¡Ven y sígueme!» Sentí muy claramente que la voz que oía en mi corazón no era humana ni una ocurrencia mía. Cristo me llamaba para servirle como sacerdote.

Y como ya lo habréis adivinado, estoy profundamente agradecido a Dios por mi vocación al sacerdocio. Nada tiene para mí mayor sentido ni me da mayor alegría que celebrar la Misa todos los días y servir al Pueblo de Dios en la Iglesia. Ha sido así desde el mismo día de mi ordenación sacerdotal. Nada lo ha cambiado, ni siquiera el llegar a ser Papa.

Recuerdo con profunda emoción el encuentro que tuvo lugar en Nagasaki entre un misionero que acababa de llegar y un grupo de personas que, una vez convencidas de que era un sacerdote católico, le dijeron: «Hemos estado esperándote durante siglos». Habían estado sin sacerdote, sin iglesias y sin culto durante más de doscientos años. Y sin embargo, a pesar de circunstancias adversas, la fe cristiana no había desaparecido; se había transmitido dentro de la familia de generación en generación.

La vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad según la forma que nace del sacramento del Orden. Santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo pobre, casto y humilde, es amor sin reservas a las almas y entrega a un bien verdadero, es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos porque tal es la misión que Cristo le ha confiado. Cada uno debe ser santo para ayudar a los demás a seguir su vocación a la santidad.

Deseáis descubrir si verdaderamente sois llamados al sacerdocio. La cuestión es seria, porque requiere prepararse bien, con rectitud de intención y exige una seria formación.

Su llamada es una declaración de amor. Vuestra respuesta es entrega, amistad, amor manifestado en la donación de la propia vida, como seguimiento definitivo y como participación permanente en su misión y en su consagración. Decidirse es amarlo con toda el alma y con todo el corazón, de forma que ese amor sea la norma y el motor de vuestras acciones. Vivid desde ahora plenamente la Eucaristía; Sed personas para quienes el centro y el culmen de toda la vida es la Santa Misa, la comunión y la adoración eucarística. Ofreced a Cristo vuestro corazón en la meditación y en la oración personal que es el fundamento de la vida espiritual.

¡El mundo mira al sacerdote porque mira a Jesús!

¡Nadie puede ver a Cristo, pero todos ven al sacerdote y por medio de él quieren ver al Señor!

¡Qué inmensa la grandeza y dignidad del sacerdote!

«Orad, pues, al dueño de la mies para que mande obreros a su mies... »

Considerando que la Eucaristía es el don más grande que da el Señor a la Iglesia, es preciso pedir sacerdotes, puesto que el sacerdocio es un don para la Iglesia. Se debe rezar con insistencia para conseguir ese regalo. Debe pedirse de rodillas.

Llamados, consagrados, enviados. Esta triple dimensión explica y determina vuestra conducta y vuestro estilo de vida. Estáis «puestos aparte»; «segregados», pero «no separados». Más bien os separaría olvidar o descuidar el sentido de la consagración que distingue vuestro sacerdocio. Ser uno más en la profesión, en el estilo de vida, en el modo de vivir, en el compromiso político, no os ayudaría a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles, que os quieren sacerdotes de cuerpo entero.

Vocación matrimonial

Toda la historia de la humanidad es la historia de la necesidad de amar y de ser amado.

El corazón -símbolo de la amistad y del amor- tiene también sus normas, su ética y... nada tiene que ver con la sensiblería y menos aún con el sentimentalismo.

Jóvenes, ¡alzad con frecuencia los ojos a Jesucristo! ¡No tengáis miedo! Jesús no vino a condenar el amor, sino a liberar el amor de sus equívocos y falsificaciones.

El ser humano es un ser corporal no es un objeto cualquiera. Es, ante todo, alguien; en el sentido de que es una manifestación de la persona, un medio de presencia entre los demás, de comunicación. El cuerpo es una palabra, un lenguaje. ¡Qué maravilla y qué riesgo al mismo tiempo! ¡Tened un gran respeto de vuestro cuerpo y del de los demás! ¡Que vuestros gestos, vuestras miradas, sean siempre el reflejo de vuestra alma!

Jóvenes, la unión de los cuerpos ha sido siempre el lenguaje más fuerte con el que dos seres pueden comunicarse entre sí. Y por eso mismo, un lenguaje semejante, que afecta al misterio sagrado del hombre y de la mujer, exige que no se realicen jamás los gestos del amor sin que se aseguren las condiciones de una posesión total y definitiva de la pareja, y que la decisión sea tomada públicamente mediante el matrimonio.

Y a aquellos a los que Cristo llama a la vocación matrimonial les digo: estad seguros del amor de la Iglesia hacia vosotros. La vida familiar cristiana y la fidelidad de toda la vida en el matrimonio son también hoy necesarios para el mundo.

Escucha, en el fondo del corazón a tu conciencia que te llama a ser puro: al serio compromiso del matrimonio que es cimiento de un sólido edificio. No se puede alimentar un hogar con el fuego del placer que se consume rápidamente, como un puñado de hierba seca. Los encuentros ocasionales son simples caricaturas del amor, hierven los corazones y descarnan el plan divino.

¿Qué quiere Jesús de mí? ¿A qué me llama? ¿Cuál es el sentido de su llamada para mí?

Para la gran mayoría de vosotros, el amor humano se presenta corno una forma de autorrealización en la formación de una familia. Por eso, en el nombre de Cristo deseo preguntaros: ¿Estáis dispuestos a seguir la llamada de Cristo a través del sacramento del matrimonio, para ser procreadores de nuevas vidas, formadores de nuevos peregrinos hacia la ciudad celeste?

La familia es un misterio de amor, al colaborar directamente en la obra creadora de Dios. Amadísimos jóvenes, un gran sector de la sociedad no acepta las enseñanzas de Cristo, y, en consecuencia toma otros derroteros: el hedonismo, el divorcio, el aborto, control de la natalidad, los medios contraceptivos. Estas formas de entender la vida están en claro contraste con la Ley de Dios y las enseñanzas de la Iglesia. Seguir fielmente a Cristo quiere decir poner en práctica el mensaje evangélico, que implica también la castidad, la defensa de la vida, así como la indisolubilidad del vínculo matrimonial, que no es un mero contrato que se pueda romper arbitrariamente.

Viendo el «permisivismo» del mundo moderno, que niega o minimiza la autenticidad de los principios cristianos, es fácil y atrayente respirar esta mentalidad contaminada y sucumbir al deseo pasajero. Pero tened en cuenta que los que actúan de este modo no siguen ni aman a Cristo. En esta decisión cristiana, el amor es más fuerte que la muerte. Por eso os pregunto nuevamente: ¿Estáis dispuestos y dispuestas a salvaguardar la vida humana con el máximo cuidado en todos los instantes, aún en los más difíciles? ¿Estáis dispuestos corno jóvenes cristianos a vivir y a defender el amor a través del matrimonio indisoluble, a proteger la estabilidad de la familia, la educación equilibrada de los hijos, al amparo del amor paterno y materno que se complementan mutuamente? Este es el testimonio cristiano que se espera de la mayoría de vosotros y de vosotras.